El Señor sacrificó su vida por el gran rebaño de la humanidad, para que cualquiera que decida creer en Él pueda entrar al redil de Dios.
Juan 10.7-15
En el mundo antiguo, el hombre a cargo de los rebaños tenía un trabajo difícil. Tenía la responsabilidad de guiar a las ovejas a nuevos pastos y agua dulce, defenderlas de los depredadores y encontrar a las perdidas cuando se desviaban. Pero su trabajo era humilde por ser solitario y peligroso. El pastor vivía entre el rebaño y dormía en la entrada del redil para mantener a las ovejas adentro y a los lobos afuera. Era una labor difícil, constante e inclemente. Sin embargo, Cristo dijo a sus seguidores: “Yo soy el buen pastor” (Jn 10.11, 14). La Iglesia moderna no se da cuenta del impacto de esas palabras. Tenemos una visión sencilla y dulcificada de Jesucristo como pastor. El Dios soberano del universo se humilló y se ensució las manos trabajando con seres tan errantes, voluntariosos y algunas veces tontos como las ovejas.
¿Recuerda que leyó hace un momento que cuidar del rebaño requería estar en la entrada del corral de las ovejas? Bien, el Señor hizo justo eso: se convirtió en la puerta para nosotros (Jn 10.9). Sacrificó su vida por el gran rebaño de la humanidad, para que cualquiera que decida creer en Él pueda entrar al redil de Dios (Jn 10.16). Y una vez adentro, reciba lo que necesite, se le busque cuando se pierda, y se le proteja del enemigo. Jesucristo se identifica a sí mismo como el Pastor de la humanidad. Por fortuna, somos más que una manada para Él. Sabe todo acerca de cada uno de nosotros —nombre, carácter y defectos— y nos ama a pesar de todas nuestras imperfecciones. ¿Qué mejor manera de mostrar amor que reconocer su voz y seguirla a donde sea que nos lleve?
Devocional original de Ministerios En Contacto