El Espíritu Santo nos convence de nuestra culpabilidad ante Dios y, por fortuna, no tenemos que estar separados de Él ahora o por la eternidad.

Romanos 8.1-8

Las Sagradas Escrituras enseñan que un aspecto de la obra del Espíritu Santo es convencernos de pecado (Jn 16.8). Su propósito es apartarnos de nuestra iniquidad y dirigirnos a Dios. Un ejemplo es Pedro, quien sintió un gran remordimiento después de haber negado conocer a Cristo (Mt 26.75). Otro es Pablo, quien cayó al suelo cuando Cristo vino a confrontarlo por su comportamiento (Hch 9.4). Ambos hombres se arrepintieron y siguieron al Señor.

Hubo un tiempo en que todos estábamos espiritualmente muertos. La presencia del pecado corrompía nuestra naturaleza por completo, cegándonos a la verdad espiritual. Con nuestra voluntad centrada en nosotros y contra Dios, “éramos por naturaleza objeto de la ira de Dios” (Ef 2.3 NVI). En otras palabras, estábamos bajo condenación y enfrentando la muerte eterna —el pago requerido por Dios por nuestras transgresiones. (Vea Ro 6.23). Así que estábamos desconectados del Señor y en camino a separarnos de Él por la eternidad.

Aunque éramos incapaces de cambiar nuestra situación, Dios tenía un plan que satisfaría su justicia y nos incluiría en su familia. Envió a su Hijo para que fuera nuestro sustituto —para llevar nuestro pecado y culpabilidad, y para que muriera en nuestro lugar. Cristo no solo pagó nuestra deuda de pecado, sino que su justicia también llega a ser nuestra en el momento que ponemos nuestra confianza en Él. El Espíritu Santo nos convence de nuestra culpabilidad ante Dios y, por fortuna, no tenemos que estar separados de Él ahora o por la eternidad. ¿Ha recibido usted a Cristo como su Salvador personal? Si es así, reconozca entonces que su posición ante el Señor ha cambiado de culpable a justo.

Devocional original de Ministerios En Contacto

El plan de Dios para nuestra culpa

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