Como creyente, su vida ya no le pertenece; es un sacerdote y un servidor privilegiado del Dios Altísimo.
Apocalipsis 5.9, 10
Según las Sagradas Escrituras, la ciudadanía del creyente está en el cielo (Fil 3.20). En otras palabras, no seremos ciudadanos de un reino eterno; ya lo somos. Además, toda persona que confiesa a Jesucristo como Señor forma parte del sacerdocio de Dios. En la antigua cultura israelita, los sacerdotes eran los servidores privilegiados del Todopoderoso. Llevaban a cabo las tareas relacionadas con la observancia de la ley y la preservación del bienestar espiritual del pueblo. Cuidaban el templo, ofrecían sacrificios e intercedían por la comunidad. Cuando Juan dice en Apocalipsis 1.6 que somos sacerdotes, nos coloca entre las filas de un pueblo apartado como siervos de Dios. Es una bendición y un llamado a adorar al Señor, a adorarlo y honrarlo, para asegurar que toda la gloria sea dada a su nombre, y a interceder por los demás.
La única tarea sacerdotal que no tenemos que realizar es la de hacer sacrificios. Dios mismo ofreció el sacrificio final en la cruz del Calvario, cuando su Hijo murió en nuestro lugar. A nosotros nos corresponde dar testimonio de la anchura y profundidad de su amor por toda la humanidad. Una vez que usted entienda el
hecho de que Dios mira a sus hijos —cada uno de ellos como un antiguo esclavo del pecado— con devoción incondicional, deseará que otros también lo entiendan. Los creyentes son especiales a los ojos de su Dios y Rey. Somos un pueblo y un sacerdocio santo. ¿Refleja su vida esa verdad? Como creyente, su vida ya no le pertenece (1 Co 6.19); es un sacerdote y un servidor privilegiado del Dios Altísimo.
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