Dios envió a su Hijo para librarnos no solo del pecado sino también de la vergüenza y de las cargas.
Isaías 55.7, 8
La iglesia en la que crecí podía resumir gran parte de su teología en una sola declaración: “No…”. No recuerdo haber escuchado hablar del amor del Padre, ni de cómo vivir la vida cristiana. Lo que aprendí fue que un Dios iracundo me castigaría si no seguía todas las reglas. Y parecía que había reglas para todo, incluyendo lo que podía leer, lo que podía vestir y lo que podía hacer. Cuando era adolescente, pasé mucho tiempo suplicando al Señor que me perdonara por una tontería u otra. Llevaba un peso constante de culpa y preocupación. No podía ser lo suficientemente bueno. En verdad, las reglas eran una carga para mí, y como pensaba que Dios las había creado, Él también era una carga.
En mis años de adulto joven, aprendí que mi percepción de Dios era errónea. Él es misericordioso y amoroso. Sus mandamientos fueron diseñados para mantenernos seguros y libres de vergüenza. Pero aun cuando fallamos, no hay ninguna condenación para quienes confían en Cristo (Ro 8.1). Eso significa que Él perdona nuestro pecado y “borra [nuestras] rebeliones”, sin recordarlas nunca más (Is 43.25). Puede que tengamos que vivir con las consecuencias, pero nunca con el peso de la culpa. Dios no es una carga. Él es el portador de la carga. (Véase Sal 68.19). Él puso nuestros pecados sobre Jesucristo en el Calvario, y así nos liberó de ese peso. No siga tambaleándose bajo la carga de la culpa. Póngala delante del Padre celestial amoroso y misericordioso, que nos anima a venir a Él, y que ofrece un yugo que es fácil y ligero (Mt 11.28-30).
Devocional original de Ministerios En Contacto