Salmos 46.10 | Nueva Versión Internacional
«Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios».
A lo largo de los siglos, los cristianos han aprendido a valorar las oraciones cortas y sencillas. Son oraciones se pueden elevar en cualquier entorno, en cualquier momento. Frank Laubach buscaba una continua comunión con Dios haciéndole preguntas. Cada dos o tres minutos él oraba: «Señor, ¿estoy en tu voluntad? ¿Te estoy agradando?». Imagínate si consideraras cada momento como un posible tiempo de comunión con Dios. Para cuando tu vida termine habrás pasado seis meses esperando en algún semáforo, ocho meses abriendo correo basura, un año y medio buscando artículos perdidos y la friolera de cinco años esperando en distintas filas. ¿Por qué no le dedicas estos momentos a Dios? Cuando le entregas los susurros de tu mente, lo ordinario se vuelve extraordinario. Frases sencillas como: «Gracias, Padre», «Creo en tu Palabra» o «Mi anhelo es agradarte» pueden convertir tu viaje diario al trabajo en una peregrinación. No tienes que salir de tu oficina ni arrodillarte en la cocina. Simplemente ora donde estés. Que tu cocina se convierta en catedral y el salón de clases en capilla. Y al final del día, deja que tu mente descanse en Él. Termina tu día como lo empezaste… hablando con Dios. Agradécele por los buenos momentos. Pregúntale sobre los difíciles. Busca su misericordia. Busca su fortaleza. Y al cerrar tus ojos, confía en esta promesa registrada en Salmos 121.4: «Jamás duerme ni se adormece el que cuida de [ti]». Si te quedas dormido mientras oras, no te preocupes. ¿Qué mejor lugar para dormirte que en los brazos de tu Padre?
Imagínate si consideraras cada momento como un posible tiempo de comunión con Dios.
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