Una de las preocupaciones que escucho a menudo de los creyentes, es el temor de que Dios no los haya perdonado.
1 Juan 1.5-2.2
Una de las preocupaciones que escucho a menudo de los creyentes, es el temor de que Dios no los haya perdonado. A pesar de haber confesado sus pecados, todavía no están seguros de haber sido limpiados, y se preguntan si no se han apesadumbrado lo suficiente. En vez de sentirse purificados y restaurados, sienten como si una nube de desaprobación y de contrariedad les cubriera. Esta manera de pensar se basa en sentimientos, no en la verdad. La salvación viene a través de la fe en Cristo y su muerte como pago por nuestros pecados. En el momento que creemos, Dios nos declara justos ante sus ojos, y todos nuestros pecados —pasados, presentes y futuros— son perdonados. Romanos 8.1 nos asegura: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. No es la confesión de nuestro pecado, sino la sangre de Cristo lo que nos limpia de todo pecado (1 Jn 1.7).
Otra razón por la que algunos dudan del perdón de Dios, es por la creencia errónea de que la confesión preserva nuestra salvación. Si pensamos que cualquier pecado sin confesar nos condena, nos preocupará la posibilidad de que hayamos olvidado algún pecado y no lo hayamos confesado. Confesión significa estar de acuerdo con Dios en que lo que hemos hecho está mal y no corresponde a quienes somos en Cristo. Cuando el Espíritu Santo trae convicción de pecado, sentimos culpabilidad. Aunque todavía somos hijos de Dios, nuestra desobediencia interrumpe nuestra comunión con Él. La solución es acudir a nuestro Padre celestial y confesar nuestro error, para que podamos ser limpiados y restaurados a la paz y al gozo de nuestra relación con Él.
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