Hoy tenemos la Palabra de Dios inerrante, de inspiración divina para decirnos quién es Él.
Mateo 1.18-25
A juzgar por las apariencias, Jesús era un bebé judío común y corriente. No llegó con un halo o con la presencia visible de la gloria de Dios. Aparte de la revelación divina, nadie habría sabido que era diferente a cualquier otro ser humano.
Todos —María, José y los pastores— supieron por medio de los ángeles la singularidad de Cristo. Pero hoy tenemos la Palabra de Dios inerrante, de inspiración divina para decirnos quién es Él.
Jesús no tuvo un padre humano. En cumplimiento de una profecía dada cientos de años antes a Isaías (Is 7.14), Cristo fue concebido por el Espíritu Santo en el vientre de una virgen.
Él existía eternamente antes de su nacimiento. Otro profeta del Antiguo Testamento escribió acerca de este niño nacido en Belén, diciendo: “Sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Mi 5.2).
Jesús nació y fue dado. El Señor declaró que “un niño nos es nacido”, que significa un nacimiento humano, pero al mismo tiempo “hijo nos es dado” (Is 9.6). Dios dio a su Hijo para que todos los que creen en Él pudieran recibir la vida eterna.
Este bebé es el Salvador. Estaba destinado a “salvar a su pueblo de sus pecados” (Mt 1.21). Por eso se le dijo a José que le pusiera el nombre de Jesús, que significa “Jehová es salvación”.
Como cristianos, podemos estar conscientes de todas estas verdades. Pero es fácil quedar atrapado en el sentimentalismo de la escena del pesebre sin postrarse en adoración a la maravilla de Dios en forma humana. Así que, hagamos una pausa para considerar cómo vemos en realidad a Cristo en Navidad, y así darle prioridad absoluta.
Devocional original de Ministerios En Contacto