Dios comprende nuestras cargas, incluso las que nos imponemos a nosotros mismos.
Marcos 16.5-7
Pedro quedó devastado cuando se dio cuenta de que había negado a Cristo, no una, sino tres veces, como Jesús había predicho (Lc 22.61, 62). Este era el hombre que apenas unas horas antes había prometido valientemente morir por su Señor
(Lc 22.33). Dudo que alguna vez haya olvidado lo espantoso de ese terrible fracaso. Probablemente pasó los días siguientes bajo un asfixiante peso de culpa.
Tal vez usted sabe exactamente lo pesada que se siente una carga así. El peso de su pecado le acompaña a todas partes, llevando su corazón al pozo de la desesperación. La desaprobación de Dios parece aplastarle, se siente condenado. Sin embargo, para todos los que han depositado su confianza en la muerte expiatoria del Señor Jesús a su favor, el sentimiento de condenación es solo eso: un sentimiento. No es la verdad.
La verdad es que los creyentes no son condenados por su iniquidad, no importa cuán terrible o habitual pueda ser su transgresión (Ro 8.1). Podemos juzgarnos severamente porque nuestras acciones y móviles no están a la altura de la norma sagrada. Pero Dios ve solo la justicia de Cristo, que nos cubre en el momento que decimos sí a su sacrificio a favor nuestro. Nadie puede hacer suficiente bien para merecer su salvación. Solamente Jesús quita el pecado del creyente y el veredicto de “culpable”.
Dios comprende nuestras cargas, incluso las que nos imponemos a nosotros mismos. Por eso, el Señor envió a Pedro un mensaje para hacerle saber que no estaba condenado, y que el Mesías que lo amaba lo esperaba en Galilea
(Mt 16.7). Todos los creyentes debemos aceptar que ninguna condenación hay en Cristo.
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