Solamente hay dos respuestas a la muerte inevitable.
La gracia de Dios se revela en su disposición de acoger a la persona que sea, y en cualquier momento en su reino, aun en el momento de su muerte. El ladrón arrepentido colgado en una cruz al lado de Jesús no tenía absolutamente nada que ofrecer al Señor: ninguna obra buena, ningún servicio fiel. Tampoco podía ser bautizado. En su condición de impotencia absoluta, lo único que podía hacer era creer. Pero eso era todo lo que necesitaba, pues tener fe en Jesucristo es lo único que se necesita para ser salvo.
Aunque ambos ladrones crucificados comenzaron lanzando insultos a Jesús (Mt 27.44), mientras transcurrían aquellos agonizantes minutos, uno de ellos experimentó un cambio de corazón. Sus ataques al Salvador se transformaron en una censura al otro criminal, y luego en una defensa de Jesús, en la admisión de su propia culpa, y en el ruego de tener un lugar en el reino de Cristo (Lc 23.40-42).
¿Qué fue lo que convirtió a este escarnecedor en creyente? Si tenía poco conocimiento previo de Jesús, las burlas de la muchedumbre le dieron la información que necesitaba para ser salvo. Los despectivos espectadores acusaban a Jesús de ser exactamente quien era: el Rey de Israel (Mt 27.42, 43). Mientras el condenado veía y escuchaba, se volvió con fe a Aquel que podía salvarlo: a Aquel que estaba muriendo por él.
Ese día, en aquella colina, un hombre murió en su pecado, un Hombre murió por el pecado y otro hombre fue salvo de su pecado. Solamente hay dos respuestas a la muerte inevitable. Podemos aceptar o rechazar el pago expiatorio de Cristo por nuestro pecado. ¿Cómo responderá usted?
Devocional original de Ministerios En Contacto