¿Sabía usted que nuestro destino eterno era la condenación?
Toda la raza humana estaba predestinada a la separación de Dios, nadie se podía escapar de ello. Fue el amor de Jesús por cada uno de nosotros que hizo que el Padre lo enviara a recibir el castigo que merecía toda la raza humana. Jesús se hizo hombre y vivió en un cuerpo humano, se expuso a la tortura, murió en una cruz y resucitó al tercer día. Como lo declaró el apóstol: “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Romanos 14:9).
Jesús con Su muerte y Su resurrección cambió la historia de la humanidad. Él pagó el precio por el castigo de cada uno de nosotros, resucitó al tercer día para demostrar que sí podía vencer la muerte, y no sólo la muerte, sino que en la cruz Él también venció la enfermedad, la pobreza, los conflictos familiares, los vicios, y los dolores más profundos del alma. Quien le acepta se convierte en
un hijo de Dios.
El maestro Derek Prince mencionó alguna vez que la sangre de Jesús era el arma atómica de Dios y creo que la comparación es más que acertada. La bomba atómica fue el arma que cambió para siempre la guerra pues tiene el poder de destruir totalmente al enemigo, de manera instantánea y sin necesidad de un enfrentamiento directo y esto es precisamente lo que la Sangre de Jesús puede hacer cuando aprendemos a aplicarla correctamente: cae sobre territorio enemigo y devasta las fortalezas, rompe las cadenas, destruye para siempre la maldición y disipa la oposición en un solo instante.
El Señor Jesús derramó Su preciosa sangre en siete ocasiones y la revelación del Espíritu Santo me ha permitido entender que ninguno de esos derramamientos fue en vano, al contrario, cada uno tiene un poder y un propósito específico. La iglesia cristiana no está llamada a solamente sobrevivir los ataques del enemigo, sino a conquistar con poder y autoridad. La única manera de lograrlo es a través del poder de la sangre de Jesús.
Jesús se ofreció así mismo por la redención de la humanidad. Si Él no se hubiera ofrecido en sacrificio, nadie sería salvo. Por eso la escritura dice: “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:15).
Así que la invitación que el Señor Jesús hace a aquellos que se encuentran perdidos en el laberinto de la vida es que acudan a Él, diciéndoles: “… Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Gracias al espíritu de santidad que caracterizó a nuestro redentor, se convirtió en el victorioso que pudo vencer a aquel tirano que se ensañó con nosotros, dándonos completa libertad.
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