La muerte de Jesucristo garantizó nuestra libertad del pecado y nuestro lugar con Dios.

Juan 1.29-34

Cuando Juan el Bautista vio que el Señor se acercaba, declaró que Cristo era el Cordero de Dios. Este concepto era familiar para los israelitas, ya que su ley requería la ofrenda de sangre como expiación por el pecado (Lv 17.11). Jesucristo se convirtió en nuestro Cordero expiatorio que pagó toda la deuda del pecado de la humanidad (1 P 3.18). Su muerte aseguró el perdón y la vida eterna para todos los que confían en Él como Salvador. Con respecto a la salvación, nada más es requerido o aceptable para Dios. Cristo fue quien restauró la relación entre el Padre y el hombre. Murió para traernos…

Redención. Esta era una palabra que se usaba para describir una transacción en el mercado, una operación que recuperaba algo de valor. Toda la humanidad estaba en la esclavitud del pecado, y no podía pagar la pena (Ro 6.23). Como nuestro cordero expiatorio, Jesucristo murió en nuestro lugar, y con su sangre nos redimió para su Padre (1 P 1.18, 19).

Perdón. Como hijos adoptivos de Dios, hemos sido salvos por la sangre de Cristo y perdonados de nuestras transgresiones. El castigo por nuestras acciones ha sido pagado en su totalidad. Entonces, en el momento de la salvación, la culpa por todos nuestros pecados —pasados, presentes y futuros— es borrada.

Medite en lo que el Salvador hizo en el Calvario. Como el Cordero expiatorio, el Señor puso su vida por la nuestra y la entregó para pagar lo que debíamos. Su muerte nos redimió, aseguró nuestro perdón y nos dio un lugar permanente en la familia de Dios. ¡Gracias, Señor, por traer la redención!

Devocional original de Ministerios En Contacto

La sangre de Cristo derramada

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