Cristo sufrió el castigo divino por nuestros pecados, para que pudiéramos recibir la misericordia de su Padre.
Salmo 145.8-21
Dios no es tacaño con la misericordia. La luz del sol que disfruta en un día hermoso también calienta a quienes le rodean. La salud, el trabajo, la educación, la familia y los amigos son resultado de la misericordia de Dios sobre su creación. Incluso aquellos que no lo reconocen o no agradecen su bondad, la reciben. No obstante, tal misericordia es temporal y no puede salvar a nadie por la eternidad. Hay un límite para la misericordia de Dios, porque Él no puede contradecir sus otros atributos, como la santidad, rectitud y justicia. El pecado debe ser castigado para que Dios siga siendo justo. Sin justicia, la misericordia y el perdón no tendrían sentido. Este dilema fue la razón por la que Jesucristo vino al mundo para morir: satisfacer la justicia de Dios llevando la pena por nuestros pecados.
Aunque Dios ofrece la misericordia de la salvación a todos por medio del evangelio de Cristo, solo aquellos que lo aceptan por fe la reciben. Sin embargo, muchos toman a la ligera la bondad, tolerancia y paciencia de Dios; no se dan cuenta de que estas bendiciones deben impulsarlos a arrepentirse (Ro 2.4). Estas personas pisotean dicha misericordia y continúan su camino, ignorando que el juicio, no la misericordia, les espera en la eternidad. Incluso los creyentes pueden abusar de la misericordia de Dios al pecar intencionalmente, pensando: “Dios me perdonará”. Pero como redimidos que hemos recibido la vida eterna, debemos ser abrumados con amor y gratitud por lo que Cristo hizo. Al renunciar a los derechos celestiales, a la autoridad y a los privilegios como el Hijo de Dios sin pecado, Cristo sufrió el castigo divino por nuestros pecados, para que pudiéramos recibir la misericordia de su Padre.
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