Cuando camine por las calles de la Nueva Jerusalén con el Salvador, todos los estragos causados por el pecado habrán desaparecido, y su gozo será completo.
Apocalipsis 21.1-8
Cuando Cristo estuvo en la tierra, Juan escuchó de Él la promesa de preparar un lugar para sus seguidores (Juan 14.3). Muchos años después, al apóstol le fue dada una visión de ese lugar, y vio la Nueva Jerusalén descender del cielo. El espectáculo estaba más allá de toda descripción humana, pero él hizo su mejor esfuerzo para comunicar esta visión celestial en lenguaje terrenal (Apocalipsis 21.9—22.5). Juan vio el fulgor de la gloria de Dios irradiando desde la estructura de la ciudad, cuyos cimientos brillaban con los colores deslumbrantes de las piedras preciosas. Las puertas estaban hechas de perlas, y las calles de oro. Esta ciudad, de unos 2.400 kilómetros de largo, en forma de cubo, fue diseñada por el Señor como el lugar para que Él y la humanidad vivan juntos por toda la eternidad. En los versículos 3 y 4 del capítulo 22, Juan señala que “el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro”.
A pesar de que nos resulte difícil imaginar la estructura física de la Nueva Jerusalén, sabemos y nos regocijamos por el hecho de que ciertas cosas estarán ausentes de esta ciudad celestial; es decir, allí no habrá dolor, lágrimas, llanto o muerte. El pecado y todas sus consecuencias serán extirpados. Cada frustración, molestia y problema cesará. Nadie tendrá discapacidades, y nuestros cuerpos jamás se cansarán o enfermarán.
Cuando las dificultades que usted enfrente se vuelvan agobiantes, enfóquese en su glorioso futuro celestial. La única vez que usted experimentará dolores y dificultades será en esta vida terrenal. Cuando camine por las calles de la Nueva Jerusalén con el Salvador, todos los estragos causados por el pecado habrán desaparecido, y su gozo será completo.
Devocional original de Ministerios En Contacto