Como nuevas criaturas en Cristo, tenemos el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros para perdonar y extender misericordia a los demás, así como Dios ha sido misericordioso.
Efesios 4.31, 32
¿No le parece interesante el hecho de que los niños pequeños no guarden rencor? Pueden llorar y patalear, pero una vez que su enojo ha sido desahogado, lo olvidan. Los adultos, sin embargo, tendemos a aferrarnos a los agravios. Cuando alguien nos hiere, queremos que pague por lo que ha hecho, que sufra como nosotros. Parece justo esperar una restitución de algún tipo, y a menos que eso ocurra, nos negamos a perdonar. Sin embargo, como cristianos, somos llamados a tener un estándar y manera de pensar diferente, acorde con el carácter de Dios. Él es un Padre misericordioso que quiere que sus hijos sean misericordiosos con los demás (Lc 6.36). La vida de su Hijo en este mundo lo demostró. Mientras Cristo colgaba en la cruz, oró por aquellos que lo crucificaron: “Padre, perdónalos; porque no saben lo que hacen” (Lc 23.34). Dios espera que perdonemos al igual que el Señor, sin importar las circunstancias.
Este mandamiento parece imposible de cumplir hasta que empezamos a comprender la magnitud de lo que sucedió en la cruz. La muerte de Cristo nos hizo beneficiarios de una misericordia tan grande que desafía la comprensión. El Salvador tomó todo nuestro pecado y murió en nuestro lugar. Experimentó el derramamiento de la ira de Dios para que pudiéramos ser perdonados y reconciliados con el Padre. Aunque merecemos la condenación, por medio de Jesucristo hemos recibido la misericordia de Dios. Ahora, como nuevas criaturas en Cristo, tenemos el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros para perdonar y extender misericordia a los demás, así como Dios ha sido misericordioso.
Devocional original de Ministerios En Contacto