Nunca entenderemos por completo el alto costo del pecado, pues Cristo lo pagó por nosotros.
Hebreos 10.1-1
Cualquiera que haya leído el libro de Levítico, habrá notado el énfasis que hace en los sacrificios. Había animales específicos para distintas clases de ofrendas, tanto personales como colectivas; y también para ocasiones como el Sabbat (o día de descanso) y las fiestas. ¿Por qué Dios lo requería así? ¿Y por qué era tan específico en cuanto a los detalles de la adoración? Hubo tres lecciones que Dios le estaba enseñando al pueblo de Israel:
Dios es santo y está separado del hombre pecador.
El pecado tiene un alto precio, y requiere un pago o sacrificio.
No hay perdón sin derramamiento de sangre.
Todas las leyes, ceremonias, sacerdotes y ofrendas en el Antiguo Testamento anunciaban las cosas buenas que vendrían. Ninguno de los sacrificios animales podía, en realidad, quitar el pecado. Si bien servían como un recordatorio del pecado, esas ofrendas también apuntaban al Cordero de Dios: Jesucristo, quien dio su vida en el Calvario al perdonar todos los pecados. Nosotros, que vivimos en este lado de la cruz, podemos sentirnos tentados a pensar en nuestros pecados a la ligera, pues nunca hemos sacrificado un animal, ni hemos visto fluir la sangre de la garganta de un inocente cordero por nuestras transgresiones. Tampoco vimos la crucifixión de nuestro Señor mientras Él colgaba en la cruz, llevando el castigo de Dios por nuestros pecados.
Pero, por muy difícil y doloroso que pueda ser, pensemos en lo que le costaron nuestros pecados al Salvador. Si permitimos que nuestros corazones sangren, nuestra adoración y nuestra gratitud se desbordarán, y viviremos en santidad.
Devocional original de Ministerios En Contacto