Asumir la responsabilidad por nuestras actitudes, reacciones y conducta, es la única manera de andar en humildad con el Señor.

Génesis 3.8-13

Cuando éramos niños, jugábamos “A culpar al otro”. Si nos sorprendían haciendo algo malo, acusábamos a un hermano o un amigo con la esperanza de escapar del castigo. Esta táctica rara vez funcionaba, porque el acusado no tardaba en contar una historia diferente. Nadie gana echando la culpa a otro y negándose a asumir la responsabilidad. Es lamentable que muchas personas sigan con el juego de la culpa, incluso como adultos.

Achacar la responsabilidad a otros no es algo nuevo. Comenzó en el huerto del Edén después que Adán y Eva pecaron. Cuando Dios les pidió cuentas por haberse rebelado contra Él, Adán dijo que comió la fruta porque Eva se la dio. Ella, a su vez, acusó a la serpiente de haberla engañado. Pero ambos se incriminaron con estas palabras: “Yo comí” (Gn 3.12, 13). Culpar a alguien más no cambió los hechos; ambos eran responsables por su decisión y su modo de proceder.

Entonces, si conocemos la inutilidad del juego de la culpa, ¿por qué todavía lo jugamos? ¿Creemos que podemos evitar las consecuencias? ¿Es un intento de hacer que otros nos miren más favorablemente? A veces, no culpamos a otras personas sino a las circunstancias: a la manera como nos criaron, o la forma como nos trataron. Pero, sin importar la causa, el pecado nunca puede justificarse, y Dios siempre nos hace responsables. Aunque es difícil hacer a un lado nuestro orgullo y reconocer que estamos equivocados, siempre es mejor asumir la responsabilidad por nuestras actitudes, reacciones y conducta. Esa es la única manera de andar en humildad con el Señor, lo cual le agrada y le honra.

Devocional original de Ministerios En Contacto

El juego de la culpa

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